viernes, 28 de agosto de 2009

Carta Abierta a los Estudiantes de Ciencias Humanas

Compañeros,

Esta misiva no tiene intenciones panfletarias, revolucionarias ni mucho menos académicas, como suele ser usual -o se pretendiese que fuera- dentro de nuestro espacio de correspondencia; sin embargo, cada expresión del intelecto tiene algo de panfletario, revolucionario, académico e incluso utópico. Preferiría de entrada que aquél que no comparta esta acotación, descarte la lectura de lo que presento a continuación.

En el apéndice a su libro de 1997 (Egonomics), Jon Elster afirma, de manera un tanto anecdótica, la forma en que su espíritu crítico científico de herencia claramente marxista lo obligó a abandonar definitivamente los espacios académicos europeos huyendo desesperadamente del letargo discursivo de las universidades durante la segunda mitad del siglo XX. Le llamaba más la atención las calderas de debate académico que hervían continuamente en Norteamérica y que obligaban día a día a sus integrantes (tanto estudiantes, como investigadores), a generar conocimiento bajo una dinámica vertiginosa de competencia y defensa de las ideas. La competencia dentro del mercado de conocimiento de las últimas décadas supone para muchas naciones la única posibilidad de vincularse activamente en el marco de la denominada “sociedad del conocimiento” (valga el pleonasmo), por ende, de mostrarse a un mundo cada vez mas obnubilado por el dominio sobre el territorio político, por cuanto el debate sobre la propiedad del territorio natural parece ya agotado.

En este marco de acontecimientos se enclava una generación completa de científicos sociales en formación a cada paso perseguidos y señalados por una élite política dominante que no aspira a nada más que a donde apuntan nuestras propias aspiraciones, al Poder; solo que con diferentes nortes para la utilización del mismo. El problema para su consecución radica pues en dos aspectos básicos: el primero que la élite política nos lleva una ventaja de años de manipulación; el segundo, que “la élite” es una precisamente porque han comprendido, igualmente con años de experiencia, que el poder se consigue unificando fuerzas comunes y dividiendo opositoras. Tal vez esto no sea un secreto para nosotros y parezca más bien un cliché de autoayuda, sin embargo afirmar eso sería caer nuevamente en el equivoco de no comprender esta lógica del juego político.

A lo que apuntaba Elster con su anécdota de su “hégira” era precisamente a dictar una lección sobre la efectividad del debate académico en el proceso de producción de conocimiento. Una lección que parecía comprender desde siempre la academia norteamericana, una lección a la que solo se le da su importancia cuando se hace efectiva en terceros (naciones que asumen el conocimiento como fuente del poder), y una lección que los terceros (mundos) se niegan a reconocer en su afán de defender la “decolonización” como negación de un saber probado desde el siglo de las luces.

Tal vez se me preguntará ¿Qué tiene que ver esto con nuestro circulo académico?... bueno, tal vez no.

Es claro que así como nuestra dirigencia política ha comprendido la premisa arriba mencionada, también muchos de nuestros líderes y referentes académicos y políticos lo han hecho; no obstante han sido esfuerzos, sin bien fructíferos en su momento, baldíos para efectos de larga duración: desde Darío Echandía hasta Orlando Fals Borda, muchas de las figuras académicas nacionales han incursionado en la política en busca de una aplicación efectiva del conocimiento adquirido en la academia. Aun así los esfuerzos aislados y ajenos a un movimiento político fuertemente ligado con idearios claros, se queda en la fatiga de los años de frustración.

El movimiento estudiantil, al parecer fuerte, con que contaba nuestra alma mater hasta hace algunos años se ha difuminado en las luchas aisladas por intereses partidarios más amplios, o bien en romanticismos anarquistas sin bases sólidas que se quedan en la piedra o el grafiti. Si bien, muchos de los líderes estudiantiles han salido del ala norte de nuestra facultad, la tarea del líder político supone mucho tiempo por fuera de las aulas, y aquello que debería servir como cimiente para el carisma político y la argumentación efectiva acerca de los interese colectivos (el saber humanista), se pierde en las cartas de “permisos académicos”. Es claro que el movimiento se ha debilitado y los estudiantes no quieren creer en una dirigencia que luego de largas jornadas de “paro”, no consiguen los resultados propuestos; pero es claro también que la dirigencia no quiere creer en un estudiantado que espera resultados por televisión desde su casa. Esta indiferencia mutua se gesta precisamente en las aulas, allí donde el debate parece fundado en lo infundado… cuando aparece. El aula de clase parece menos un campo de combate que un cementerio; el desinterés por la comprensión de las problemáticas nacionales a partir del saber sociológico se hace cada vez más evidente tanto en docentes que no se ven inspirados por el apetito de conocimiento de sus estudiantes, tanto como por los estudiantes y su aversión “mamertista” por la comprensión epistemológica y teórica de los fenómenos sociales. Prima pues un halo de política del Laissez faire en la que cada cual (salvo escasas excepciones, claro está) hace las veces del “político y el científico” de manera “indi-stinta” e indi-vidual.

Ahora bien, muchos han sido los docentes que, en aras de defender la tesis arriba sustentada, ha propendido por la posibilidad de generar “escuelas de pensamiento” basadas en tales o cuales autores, en tales o cuales corrientes, etc. Sin embargo, esta práctica, más allá de promover debates fundados sobre la base de los argumentos o sentar bases sólidas para la fundamentación política, por el contrario abren las puertas a un mar de discrepancias dogmáticas que tienden una vez más a la fragmentación dogmática de un saber humanista integral (por un lado están “los clásicos”, por el otro “los posmodernos”, etc.). Yo mismo he volcado mi interés al establecimiento de grupos de discusión, semilleros de investigación… sin mayor respuesta que un interés utilitarista por parte de los compañeros hacia las necesidades del semestre. Luego, todo son sillas vacías.

Cada prueba nos lleva a suponer que las Ciencias Humanas como vocación se han visto opacadas más por el interés de una nota (al comienzo de la carrera) o una pasantía “a-la-carrera” (al final de ésta), que por la esencia real del conocimiento social: el cambio, la propensión utópica por la onceava tesis.

Bourdieu colocaba a la Sociología (y con ella quizá a todas las ciencias humanas) como una “ciencia incómoda”. Incómoda para la sociedad, para los estratos dominantes, para el quehacer político, por sus mismas características develadoras de una necesidad crítica constante por la transformación del status-quo. Sin embargo parece que en nuestro propio medio se han vuelto incómodas para el saber humanista mismo. Tal vez hoy muchos podríamos optar, como Elster, por huir del letargo del cementerio humanista del que hacemos parte bajo un techo y cuatro paredes llamado Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales: asambleas, seminarios, grupos de discusión, revistas, semilleros de investigación… recurren cada vez más a agentes externos para llenar el espacio de sus habitantes que esperan medio dormidos en sus pasillos y cafeterías, mientras afuera las élites dominan sin contradictores… o tal vez sus contradictores luchan sin los fundamentos que aquí abrían de forjarse. A pesar de todo, hay algo que nos obliga a hacer este llamado desde una voz que quizá no se escuche aun cuando esté ad portas de cumplir su ciclo… tal vez solo sea porque el romanticismo de mi juventud me obliga a creer en aquellos que vi entrar este semestre preguntando por la ubicación del salón de clase; uno que quizá no vaya a brindarles lo que su vocación espera.